sábado, 12 de mayo de 2012

¡5000 Visitas! (y relato para celebrarlo)

Pues eso, acabamos de sobrepasar en el Blog las 5000 visitas.

Muchas gracias a todos los que habéis hecho esto posible (sí, se que suena cursi, pero a mi me ha hecho ilusión ^-^ ) y que haya una media mas o menos estable de unas 600 visitas al mes, decena arriba, decena abajo.

Como bien sabéis, ya falta poco para terminar el primer Libro (llamaremos así a los arcos argumentales :p ) y ya estoy en proceso de creación y primeras redacciones del siguiente, con nuevos personajes, aventuras y sorpresas que intentaré que sean cada vez mejores. Pero hoy, para celebrarlo, os pongo el primer esbozo del primer capítulo de otro proyecto en el que estoy, que pretende, con el tiempo, convertirse en un libro publicable. El libro estará escrito en catalán, pero lo que hoy comparto con vosotros ha sido escrito en castellano. 

Os ruego encarecidamente que si tenéis alguna sugerencia, queja o comentario, tanto del blog  como del relato de hoy, no os cortéis y lo expongáis en los comentarios o a través de las múltiples formas de contacto disponibles (y enumeradas aquí), cualquier cosa que me sirva para mejorar será bien recibida.

Muchas gracias de nuevo y espero que os guste ^^

***

Capítulo 1: Medallón

El cielo seguía gris y amenazaba a lluvia otra vez. El aire era húmedo y frío mientras el viento arreciaba y se introducía entre las ropas hasta calar los huesos. Siempre lo mismo desde que se trasladara a aquella ciudad. Su vida transcurría en una rutina constante que se limitaba a ir y venir del trabajo a casa y de casa al trabajo.

Nunca le había gustado el frío, lo odiaba, pero a aquellas alturas era la única sensación que durante el día le confirmaba que estaba vivo. Caminando lentamente por la calle miraba a su alrededor con desinterés viendo pasar a todas aquellas personas ajetreadas con sus vidas: Allá un hombre con gabardina y sombrero se defendía del viento mientras llamaba a uno de los negros taxis típicos de la ciudad; más abajo una mujer arrastraba a sus dos hijos cogiéndoles las manos y apresurándose para no llegar tarde a algún sitio; otro, un hombre joven, hablando alegremente por el móvil con su esposa… Todos tenían un sitio donde ir, un lugar donde alguien les esperaba. Él, en cambio, no.

Esperó el bus en la parada más cercana a la universidad, los coches que pasaban frente a ella salpicaban al atravesar con sus ruedas los charcos y empaparon a todos los viandantes, incluyéndole a él. Resopló con poca fuerza, resignado a aquella vida con la que había acabado topando.

En el bus iban todos hacinados, sin apenas espacio para moverse. Hacía calor, en comparación con el exterior, y olía fuertemente al sudor rancio de las decenas de personas que iban y venían. Se vio forzado  a colocarse al lado de un hombre enorme, con un considerable sobrepeso, que mantenía el equilibrio agarrándose a las barras de aluminio que corrían paralelas al techo de un lado al otro del autobús. En las curvas su rostro se acercaba peligrosamente a las axilas de aquél hombre, axilas que despedían una peste almizclada digna de una pocilga. Sintió náuseas varias veces pero consiguió controlarse lo suficiente como para poder salir del bus, dos paradas antes de lo debido, con la suficiente dignidad como para no montar ningún numerito.

La brisa exterior le reanimó, pero pronto sintió frío otra vez y apresuró el paso, le quedaban unos diez minutos de camino antes de llegar a casa y el sol debía de estar ocultándose tras el horizonte aunque no podía asegurarlo gracias a las sempiternas nubes. A menudo se preguntaba si aquella ciudad había sido bañada por la luz del sol alguna vez, si aquél país lo había sido ya que, desde que él vivía allí, no lo había visto y era probablemente una de las cosas que más añoraba de su hogar. Llevado por la melancolía, apenas se dio cuenta de que ya había llegado al edificio donde estaba su apartamento y sin haberlo pensado ya había introducido la llave del portal y se abría paso hacia el interior.

Negó para sí mismo con la cabeza, aquella monotonía le estaba matando y acabaría pronto con su cordura. Se sentía, cada vez más, como si fuera un autómata. Su trabajo en el laboratorio se reducía a pasar inventario y registrarlo en una tabla de Excel en el ordenador durante horas, tras las que acababa viendo recuadros y números en todas partes. Era un trabajo que, pese a su simpleza, exigía una completa concentración que acababa en agotamiento mental y además, en el despacho, no le permitían siquiera poner música que amenizara la tarde.
El ascensor estaba estropeado y fuera de servicio. En otro tiempo habría resoplado o se habría indignado y exigido una rápida reparación ahora, en cambio, subió a pié por las escaleras, paso a paso, escalón a escalón, cabizbajo y con la mirada clavada en sus pies. En cada rellano había una nota en la que se anunciaba que al día siguiente cortarían el agua y la electricidad durante todo el día por reparaciones urgentes en las instalaciones.

Le dolían las piernas cuando llegó al octavo piso y le costaba respirar, su corazón latía acelerado al no estar acostumbrado a aquellos esfuerzos, pero ya faltaba poco para llegar a casa. Era viernes y, desde hacía meses, no tenía planes para el fin de semana. Entró en su apartamento, colgó su abrigo en el perchero y dejó los zapatos tirados en un rincón. Debería limpiar y ordenar el apartamento, había cajas de pizza y de comida china repartida por el salón y la cocina, latas de cerveza barata aplastadas aquí y allá y el polvo cubría las zonas por las que no pasaba.

Su habitación era un galimatías de ropa tirada por doquier, arrugada y relativamente separada en montones que iban pasando por varios grados o estadios de mayor o menor limpieza. Detestaba hacer la colada, pero se acercaba el momento de hacerla toda de golpe. Con una mueca de desidia se quitó la ropa y la tiró en el montón que reservaba a la ropa húmeda, el cual desprendía un leve olor a moho, y enarcó las cejas. Tras rebuscar unos segundos por el suelo encontró el pijama y se lo puso.

Tal y como hacía cada viernes, se permitía “su momento” de paz, cogiendo varias latas de cerveza y preparando una bolsa de palomitas. Miró la encimera y el fregadero, estaban sucios aunque no llegaban aún a lo antihigiénico. Él mismo se daba cuenta de lo bajo que estaba cayendo, recordaba con una mezcla dolorosa de sentimientos el día en que se fue de su hogar.
La semana antes de irse había sido intensa, llena de risas y fiestas de despedida. Una por cada grupo de amigos que tenía y una por la familia. Se había marchado por lo mismo que tantos otros, en busca de oportunidades y un trabajo digno. Había encontrado el trabajo, sí, pero nada más. La más absoluta de las soledades le embargaba en aquella ciudad, una ciudad cuyos habitantes le despreciaban por su origen sureño. Tenía veintitrés años, dos licenciaturas y un máster, había sido el mejor de su promoción en las dos carreras pese a cursarlas a la vez y lo único que había conseguido en Londres era un trabajo de tercera como administrativo en el departamento de ingeniería aplicada de la universidad. También era consciente de que estaba en plena depresión, lo había dejado todo atrás y a cambio había obtenido un trabajo no mucho mejor que el paro, que le succionaba el alma y destruía sus esperanzas, las pocas que le quedaban ya.

Se tumbó en el sofá, hecho de palés y colchones pues no había podido permitirse el comprar uno de verdad. Encendió la vieja televisión, colocada sobre una mesa destartalada y empezó a comer y beber con desgana. Pasaron varias horas y él acabó por dormirse, dejando caer los restos de las palomitas en el suelo.

Pasó frío aquella noche y durmió mal, despertándose durante la madrugada aún embotado. Se dirigió tropezando varias veces con objetos que a aquellas horas era incapaz de identificar y se dejó caer sobre la cama, iba aún medianamente ebrio.

Eran más allá de las doce cuando despertó, con resaca y dolor de cabeza. Se levantó mareado y fue directo hacia la ducha para despejarse, pero el agua no corría. Su cerebro tardó unos segundos en recuperar la información leída en los rellanos el día anterior y escupió con fastidio. Estaría todo el día sucio. Así, el sábado pasó sin pena ni gloria, recogiendo parte de la suciedad acumulada y limpiando todo aquello que no necesitara agua ni jabón, barriendo con la escoba en vez de pasar el aspirador pues no tenía tampoco electricidad. Hacia la noche, cuando avisaron de que volvían a tener el caudal se tomó una larga y muy ansiada ducha, cerrando los ojos dejando que el agua recorriera su cuerpo eliminando las impurezas. Frotó hasta que se le enrojeció la piel y cuando finalmente salió de la ducha se sintió nuevo… hasta el momento en el que su piso a medio limpiar le devolvió a su cruda y gris realidad. Cogió un paquete de lasaña precocinada metiéndola en el microondas y aprovechó para lavar a mano unos cuantos platos y cubiertos.

La campana del microondas le despertó de la ensoñación a la que su monótona tarea le había sumido, una ensoñación vacua carente de imágenes o pensamientos, ya no se extrañaba de caer en ese estado de anulación como sí lo hacía al principio, se había convertido en lo normal. Una de las bandejas que tenía más a mano fue la escogida para sostener los platos y volvió a sentarse frente a la televisión para comer con deliberada lentitud. No escuchaba ni veía realmente la programación, era un ruido de fondo que apenas provocaba reacciones en su mente una vez volvía a vaciarse por completo de cualquier cosa que pudiera considerarse creativa. Cuando estuvo cansado y volvió en sí, apagó la televisión, fue a dejar las cosas a la cocina y se dirigió a la cama sin entretenerse más. En la habitación miró el montón de libros que se había traído consigo al viajar hasta la ciudad y estuvo tentado de coger uno para leérselo pero al poco ahuyentó esa idea, realmente no le apetecía leer ni hacer nada así que terminó por tumbarse y apagó la luz sin conseguir dormirse durante horas, mirando el techo de su habitación hasta que el insomnio decidiera darle una tregua y pudiera descansar.

Pero el insomnio esa noche se cebó con él y no consiguió dormir. La mañana del domingo fue un suplicio que el café cargado no consiguió aligerar. Dedicó, ahora sí, toda la mañana a una limpieza a fondo de la casa y a una sucesión interminable de coladas. No salió del apartamento en ningún momento pues no tenía a donde ir ni a nadie a quién visitar. El día pasó lentamente pero el cansancio acumulado le permitió dormir aquella noche.

El despertador sonó, inclemente, a las seis de la mañana. Un nuevo día que daba comienzo a una nueva semana. Se levantó como un zombi, como cada lunes, y se duchó con prisas. Se había terminado el café y la leche se había agriado, aún le quedaban algunas galletas reblandecidas que trituró dentro de un bol donde vertió agua y  algo de azúcar para darle un poco de sabor a aquella insípida mezcolanza. Comió a desgana, se vistió lo más apresuradamente posible y salió a la calle. Mientras bajaba las escaleras miró el reloj, iba muy justo de tiempo si quería llegar a la hora.

Al abrir el portal que daba a la calle descubrió con disgusto el diluvio que estaba cayendo y al bus a punto de llegar a la parada. Sin tiempo para ir a por un paraguas se cubrió la cabeza con la capucha y corrió lo más rápido que pudo hasta el otro lado de la calle, justo a tiempo para subir, empapado, al bus.

A esa hora de la mañana y en un día como aquél el bus estaba repleto, pero al menos esta vez pudo colocarse junto a una ventanilla y gozar, pese a las estrecheces, de una posición bastante cómoda. Los atascos se alargaron mucho más de lo normal debido a la lluvia, no dejaba de mirar su reloj, como tantos otros a su alrededor, y de resoplar mientras golpeaba el suelo con la punta del pie repetidamente, con impaciencia. No eran muy tolerantes con la impuntualidad fuera justificada o injustificada.

El bus llegó a la universidad con más de media hora de retraso, tuvo que abrirse paso a empujones, provocando más de una sonora queja y algún que otro amago de golpe. Saltó a la calle desde el bus justo antes de que se cerraran las puertas. Seguía lloviendo a cántaros.

Corrió bajo la lluvia, por la acera, adentrándose en los jardines del campus. Tropezó al meter el pie hasta el tobillo en un charco traicionero y cayó rodando por el suelo. Harto dejó escapar algunas imprecaciones mientras se ponía en pie y cojeaba lo más rápido que podía hasta la puerta de la facultad. Estaba empapado de pies a cabeza, con los zapatos inundados por el agua, y se había ensuciado con el barro al caerse. Para cuando llegó al departamento de ingeniería aplicada presentaba un aspecto digno de un refugiado en tiempos de guerra.

Los profesores y becarios le miraron y se pusieron a reír. Estaba acostumbrado a sus desprecios, los toleraba, y también estaba acostumbrado a que le ignoraran y a que le dieran las peores tareas tratándole como poco más que un esclavo, pero aquello era el colmo y sintió como la ira oprimía  su pecho con una fuerza increíble. Levantó la vista del suelo y dirigió una mirada furibunda a los demás mientras apretaba los puños hasta que los nudillos quedaron blancos, tomó aire mientras abría la boca para decir algo y levantaba la mano con la que cargaba la cartera apuntando hacia la mesa donde se concentraban la mayoría de los risueños miembros del departamento. Cuanto tuvo la mano en alto, paralela al hombro, la cartera se abrió y los papeles se esparcieron por el suelo. Las risas se convirtieron en una carcajada estruendosa y su rabia se esfumó tornándose en una inmensa impotencia.

“Idos a la mierda, cabrones” murmuró por lo bajo mientras se agachaba para recoger los papeles que se habían caído por el suelo. Se le formó un nudo en la garganta y necesitó amargamente llorar, pero se prohibió a sí mismo mostrar tamaña debilidad, se negó a darles a todos los que le rodeaban aquella satisfacción. Serró los dientes, cerró la cartera y se fue en silencio, sintiéndose derrotado, hasta su sitio en la mesa más apartada, casi escondida, que le habían asignado.

La mañana transcurrió como todas las otras, pero además de la incomodidad del trabajo en sí se añadía la humedad y el frío penetrante, así como las reminiscencias de la rabia. Temblaba y se soplaba las manos intentando calentárselas, sin mucho éxito.

Como todas las demás mañanas, sobre las doce le señalaron varias cajas repletas de trastos viejos y restos de experimentos fallidos que debía llevar hasta los almacenes de los sótanos. Él solo ya había llenado uno de esos almacenes en los meses anteriores. Cogió las cajas una a una y las fue bajando hasta un almacén distinto, puesto que el resto estaban ya ocupados. Era un almacén situado en el segundo sótano, sótano apenas utilizado para nada en años y que estaba lleno de polvo y telarañas.

Las luces del pasillo y del almacén parpadeaban, amarillentas. Tuvo que ir con sumo cuidado esquivando las cosas que había tiradas por el suelo hasta que encontró un espacio libre donde colocar las cajas. Antes de subir de nuevo miró a su alrededor y se sorprendió.

Estaba lleno de aparatos mecánicos abandonados, enormes, hechos de cobre y bronce con una infinidad de ruedas dentadas y tuberías diversas, la mayoría de ellos tenían también una especie de depósitos de agua y pseudocalderas para carbón. Con una breve inspección vio que los tubos y conductos debían dividirse en dos usos: el primero era para transportar el vapor generado en los depósitos de agua y el segundo para evacuar el humo y otros gases que producía la caldera que estaban conectados a los sistemas de ventilación del edificio. Todo aquél metal, conductos y ruedas, estaban profusamente decorados, aquello llamó su atención pues no había ningún tipo de funcionalidad en aquella decoración. No pudo entretenerse mucho tiempo más ya que tenía que seguir bajando cajas y si se retrasaba más en el departamento interpretarían automáticamente que estaba haciendo el vago “como hacen todos los españoles”, pese a los meses de duro trabajo no había conseguido que cambiaran su forma de ver las cosas y él era, con diferencia, el que más trabajaba.

-          ¿Qué tal el viajecito? – preguntó uno.

-          Ahí abajo hay un caos. – respondió él mientras cargaba la última caja y empezaba a caminar.

El autor de la pregunta le puso la zancadilla haciéndole caer, el contenido de la caja se esparció por el suelo y él se golpeó en la rodilla haciéndose daño.

-          Serás torpe…

-          Recoge todo eso y, ya que te molesta tanto el desorden de ése almacén, ponlo todo en orden y límpialo. – gruñó el jefe del departamento – así durante una semana nos libraremos de tu torpeza.

No respondió, empezó a recoger todo lo que había caído. Varias herramientas, placas de metales y algunos cuadernos y carpetas envejecidos. También encontró una rueda dentada, de unos siete centímetros de diámetro, trabajada con la misma minuciosidad que las de los ingenios del sótano y se la guardó en un bolsillo.

Había conseguido algo que no se esperaba, durante unos días podría disfrutar de la soledad y además curiosear en los diferentes artefactos hasta hartarse. Aún así, la iluminación era muy pobre, olía a rancio y el polvo que se acumulaba debía dañar lentamente aquellos ingenios por lo que tomó la decisión de dedicar un par de días a limpiar a fondo aquél almacén para luego poder dedicarse por entero a inspeccionar todo lo que contenía y descubrir para qué habían sido ideados, pero todo aquello debería esperar al día siguiente pues su jornada ya terminaba y la rodilla le dolía por el golpe.

Tras bajar la última caja en un pequeño suplicio por el dolor y volver a subir a por sus cosas se marchó para su casa. La perspectiva de una tarea estimulante como era la autoimpuesta inspección de aquellos artilugios hizo que su viaje de vuelta se saliera de la monotonía. Por primera vez en meses se veía en la necesidad de planear las tareas que debía hacer durante una semana y aquello mantuvo su mente ocupada.

Una vez en su piso rebuscó entre los libros, recordaba que su libreta de anotaciones se encontraba allí. Tardó una hora en encontrarla y para hacerlo tuvo que poner en orden toda su habitación, era una libreta con tapas de cuero viejo y con varias tiras de tela en el interior que ataban las hojas de papel, permitiendo quitarlas o añadirlas a placer. Aquella libreta había sido un regalo de una antigua novia y había decorado la cara frontal con un dibujo hecho con tiras de cuero cosidas que representaban un búho, exactamente igual al que aparecía en el reverso de las monedas de plata de la Atenas de la antigua Grecia, figura que siempre le había fascinado por su belleza sencilla. Reconocía que era un regalo un tanto friki, pero en su momento había significado mucho para él y aún ahora le tenía a aquél objeto un cariño especial.

Cuando fue a cambiarse de ropa para ponerse el pijama descubrió la rueda que se había guardado en el bolsillo y la miró con cierta fascinación, admirando sus detalles.  Aquélla noche no hubo cerveza ni televisión, tampoco comida basura. Descongeló algo de pan y sacó un queso curado que se había traído de las islas y que guardaba para alguna ocasión especial, no imaginaba la posibilidad de que hubiera ocasiones más especiales que aquella.

Mientras cenaba dibujó con todo detalle la rueda en su libreta, a escala real. El dibujo técnico siempre se le había dado bien y era perfectamente capaz de realizarlos a mano alzada. No conseguía discernir el significado de las decoraciones: no eran motivos vegetales, ni animales, ni geométricos, por un momento creyó que se trataba de inscripciones en un alfabeto desconocido e incluso creyó ver en ellos algo familiar. Desechó la idea rápidamente y ultimó el dibujo hasta tener todos los detalles perfectamente plasmados. Al final, buscó un cordel y lo pasó entre los radios de la rueda y  se la ató al cuello a modo de medallón.

Por primera vez en muchos meses, pudo dormirse con facilidad pese  a la excitación que sentía. No entendía el porqué, pero había algo en aquél almacén que le transmitía esperanza, un sueño de algo olvidado y que quería ser recordado, que pugnaba contra la rutina en la que se había visto inmerso. Durmió con una leve sonrisa asomando en la comisura de sus labios, una frágil sonrisa parecida a la primera brizna de hierba verde que rompe la capa de hielo que la cubre y saluda a la nueva primavera. Durmió con el medallón apretado entre sus manos y la libreta debajo de la almohada.

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