domingo, 27 de mayo de 2012

Interludios: Batalla


Las huestes se habían encarado al albor del día, varios centenares de metros las separaban. Las fuerzas reales gozaban de una posición que era ventajosa, estando en alto y frente a los vados del río que frenarían la carga del oponente.

Sus comandantes parecían confiados y seguros de la victoria, al fin y al cabo aquél era su hogar y lo conocían bien mientras que los bárbaros acababan de llegar tras una noche de marcha, bajo el frío y la lluvia. Las tropas del Rey se mostraban en todo su esplendor, con las armaduras de los nobles relucientes y sus acorazadas monturas relinchando ocasionalmente ansiosas por hacer temblar con sus cascos el campo. La infantería mantenía ante sí los escudos en alto, mostrando las libreas de los duques de la zona y la espada ensangrentada del Rey. Se ordenaban en largas filas perfectamente formadas, en silencio, aunque podía detectarse algún movimiento inquieto de los soldados.

Pocos pasos más adelante formaban los arqueros, entre los que estaba Arcel, preparados para desatar una lluvia de flechas cuando los bárbaros se pusieran a su alcance, el cual estaba convenientemente señalado con rocas blancas, camufladas para que solo pudieran ser vistas desde su lado. Tanto la infantería como los arqueros portaban cotas de malla y un jubón de cuero blando, con brazales y grebas de cuero y un yelmo ligero reforzado, limpios y lustrosos.

En el otro lado un contingente de tropas menor al suyo, en torno a la mitad, con hombres de vestimentas, estaturas y armamentos demasiado diversos como para recordarlos todos. Abundaban las vestimentas de pieles o de telas de colores oscuros, pardos. Armados con hachas y mazas, sus espadas apenas podían recibir ése nombre, pues eran cortas y anchas, fabricadas con un metal probablemente deficiente. Eran bárbaros al fin y al cabo, jamás podían llegar a concebir una tecnología similar a la del Reino, ni en sueños. Eran salvajes, sucios y brutos.

No parecían mellados por el cansancio de la larga marcha, no estaban inquietos, muchos bromeaban los unos con los otros, se oían risas e incluso cantos en una lengua que era incapaz de comprender.

Los bárbaros poseían arcos bastante potentes, probablemente con mayor alcance al suyo y eso le preocupaba. No sería una preocupación por mucho tiempo, si ésos arcos se mostraban mejores que los propios, en pocos meses todos los arcos del ejército real habrían sido substituidos y mejorados, el Reino sabía que sólo con lo mejor podía alcanzar una gloria imperecedera.

Aquél día los lideraba el Príncipe heredero, Yalbre, único hijo varón del anciano Rey Mirfas, gallardo guerrero y gran estratega. Él había escogido el lugar donde presentarían batalla. Por medio de escuadras de hostigamiento había redirigido a los bárbaros hacia allí, se había asegurado de que no tuvieran  descanso en toda la noche y había hecho preparar el campo de batalla marcando los alcances máximos de los arcos y preparando trampas en la parcela de tierra que se extendía al otro lado del río, incluso había acertado en lo referente al lugar donde los bárbaros se pararían para prepararse para el ataque.

En cuanto los bárbaros cargaran, habrían firmado su sentencia de muerte, Arcel había oído la noche anterior que la caballería auxiliar estaría dispuesta entre los árboles en la orilla de los bárbaros y les cerraría la retirada.

Arcel se imaginaba la gloria de la victoria, rápida y sin esfuerzo. A los novatos que sobrevivían a su primera batalla les daban una ración extra de comida y había preferido ignorar los consejos que los soldados veteranos prodigaban la noche anterior, avisándoles de que estos bárbaros no eran tan bárbaros y que probablemente sabían perfectamente lo que el Príncipe Yalbre pretendía. Decían que esos “bárbaros” eran del pueblo del bosque de las montañas, los más duros oponentes a los que el Reino se había enfrentado. Divididos en clanes dispersos y enfrentados, solo se unían cuando algo que realmente lo valiera los obligaba… es más, repetían constantemente que el montañés medio era mucho más habilidoso e inteligente que el súbito más apto del reino.

Pero eran la mitad, estaban rodeados y una infinidad de trampas se alzaban ante ellos. Habían sido atrapados y no había nada que hacer, además, tenían entre las tropas del Rey a un grupo de magos expertos en la batalla.

Esos magos daban escalofríos, todos los magos daban escalofríos. Todos tenían esa aura siniestra y pálida, casi rozando la lividez, y los ancianos decían que olían a muerte. Pero por desagradables que fueran, los magos eran poderosas fuerzas de destrucción y era sabido que entre los montañeses no se apreciaba la magia. Valoraban el acero y la valentía, considerando la magia como herramienta de cobardes. Irónicamente, en los antiguos mitos eran los montañeses el pueblo cuyos magos ostentaban los mayores rangos de habilidad y poder.

El Príncipe Yalbre se adelantó con su portaestandarte y cruzó el vado en dirección a los bárbaros. De entre estos se adelantó un hombre entrado en años, fornido y armado con un gran martillo de un reluciente metal que era incapaz de identificar, parecía profusamente decorado, pero desde la distancia apenas distinguía nada.

La imagen del bárbaro, cubierto de barro y polvo, vestido con pieles de animales salvajes, con una cota de malla oscura que le llegaba hasta las rodillas, justo hasta donde terminaban esas botas también de pieles contrastaba con la brillante armadura del príncipe, esmaltada en blanco y ribeteada en oro, con la espada ensangrentada, emblema de la familia, en el pecho.

El bárbaro avanzaba a pie y el príncipe en un poderoso semental de guerra, negro como el carbón y cubierto con una armadura igualmente negra que destacaba al compararla a la armadura del príncipe, ayudando a que ésta fuera aún más deslumbrante.

Intercambiaron varias palabras pero no parecieron llegar a un acuerdo, el Príncipe Yalbre se dio la vuelta, con el rostro airado, y volvió hacia la tropa. El bárbaro, en cambio, parecía feliz y se rió de buena gana antes de volver con los suyos.

El Príncipe vociferó algunas órdenes y todo el ejército se dispuso para  el combate, Arcel clavo varias flechas  ante sí para facilitarse la recarga del arco. Como mandaba la tradición, el ejército real se mantuvo en completo silencio, ni un grito, ni una arenga, ni una risa, ni un gemido… estaban por encima de eso. El ejército del Rey era una única y poderosa mole de acero incapaz de sentir dolor, miedo o alegría. El soldado real nunca se dejaba llevar por sus pasiones o por el furor, avanzaba y mataba metódicamente siguiendo las órdenes de sus oficiales.

En frente, los montañeses empezaron a cantar al unísono “a sus Dioses” según el susurro un veterano que estaba al lado de Arcel. Les miró despreciativo mientras golpeaban con sus armas, desordenadamente, al suelo, a los arcos o a los escudos, creando una cacofonía estridente y molesta pero que no conseguía causar terror o nerviosismo alguno, salvo a los veteranos.

Arcel miró al Príncipe Yalbre esperando la señal, también parecía inquieto, pero Arcel lo achacó a la tensión del inminente inicio de la batalla. Los arqueros montañeses lanzaron varias andanadas contra las arboledas que les rodeaban, habrían parecido disparos un tanto aleatorios si no hubieran oído una gran cantidad de relinchos agónicos de los caballos que se escondían ahí.

“Ya empiezan” susurró de nuevo el veterano.

En el flanco derecho de las tropas reales se alzó un griterío y embistieron contra sus compañeros justo cuando entre la tropa montañesa sonaron varios cuernos que llamaban a combate. Los montañeses avanzaban en dos grupos: el grande esquivando todas las trampas y dirigiéndose al río, el pequeño dispersándose hacia las arboledas.

“Traición”

Los gritos provenían de la derecha, los mercenarios apostados ahí estaban  presionando hacia el centro, matando a los desprevenidos guerreros del rey. El Príncipe parecía desorientado y no daba órdenes, algunos soldados del rey lanzaron sus escudos y empezaron a correr, otros, los soldados de los duques, obedeciendo las órdenes de estos retrocedieron y formaron una línea propia pivotando para aguantar las embestidas de los traidores y de los que llegaran a través del río.

Arcel no entendía nada, al igual que los novatos de entre los arqueros y los infantes. Los veteranos, en cambio, se dejaron llevar por el instinto y la costumbre. Rompieron las filas iniciales creando sus propios contingentes, compactos y combativos. Los novatos, viéndose solos y dispersos, abandonados a su suerte, no reaccionaron a tiempo cuando los montañeses cruzaron el río sin una sola baja, sin un solo herido por las flechas de unos soldados que aún las tenían preparadas en los arcos.

Tanto los veteranos como las tropas ducales habían actuado con rapidez, minimizando los efectos de la sorpresa sobre sus ánimos y sacrificando sin pestañear a los compañeros que habían recibido la carga de los mercenarios traidores y que iban cayendo rápidamente mientras intentaban contener, sin éxito alguno, la presión que recibían por el flanco.

Los montañeses acabaron de cruzar el río y Arcel miraba aún al Príncipe, esperando órdenes, sin comprender lo que sucedía. Cayeron sobre ellos y los barrieron. Arcel reaccionó al fín, fue de los pocos que no corrieron, se quedó y luchó. No sabía por qué lo hacía, pero prefirió que fuera así, mejor morir con honor que con una herida en la espalda.

El Príncipe seguía sin reaccionar y su guardia personal lo iba moviendo en dirección a Arcel, si el grupo de Arcel y los otros novatos resistentes mantenían su posición el tiempo suficiente, el Príncipe podría retirarse del campo de batalla cubierto por los veteranos. Era difícil que llegara a pasar, los montañeses eran combatientes formidables, aún siendo inferiores en número, sus guerreros contaban por dos o tres de los soldados del Rey. Arcel golpeaba con todas sus fuerzas y con toda su habilidad y solo conseguía retroceder y sobrevivir. Frente a él un montañés alto, con una larguísima cabellera rubia rizada ornada con algunas trenzas y unos ojos azules combatía con un martillo a dos manos similar al del viejo que se había adelantado apenas minutos antes.

El golpe que Arcel recibió en el pecho lo dejó sin aliento y tuvo que poner una rodilla en el suelo para evitar caer, mirando hacia arriba vio que el montañés rubio no era tal, era una montañesa. Iba a morir a manos de una mujer, bufó, frustrado.

A su alrededor el entrechocar del acero, la carne cortada, la tela rasgada y el crujido del hueso era como una música que cuadraba con la canción constante de los montañeses en combate. Se le erizó la piel, ni siquiera sintió el golpe que acabó con él.

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