Las huestes se habían encarado al albor del día, varios
centenares de metros las separaban. Las fuerzas reales gozaban de una posición que era ventajosa, estando en alto y frente a los vados del río que frenarían la
carga del oponente.
Sus comandantes parecían confiados y seguros de la
victoria, al fin y al cabo aquél era su hogar y lo conocían bien mientras que
los bárbaros acababan de llegar tras una noche de marcha, bajo el frío y la
lluvia. Las tropas del Rey se mostraban en todo su esplendor, con las armaduras
de los nobles relucientes y sus acorazadas monturas relinchando ocasionalmente
ansiosas por hacer temblar con sus cascos el campo. La infantería
mantenía ante sí los escudos en alto, mostrando las libreas de los duques de la
zona y la espada ensangrentada del Rey. Se ordenaban en largas filas
perfectamente formadas, en silencio, aunque podía detectarse algún movimiento
inquieto de los soldados.
Pocos pasos más adelante formaban los arqueros, entre los
que estaba Arcel, preparados para desatar una lluvia de flechas cuando los
bárbaros se pusieran a su alcance, el cual estaba convenientemente señalado con
rocas blancas, camufladas para que solo pudieran ser vistas desde su lado. Tanto
la infantería como los arqueros portaban cotas de malla y un jubón de cuero
blando, con brazales y grebas de cuero y un yelmo ligero reforzado, limpios y
lustrosos.
En el otro lado un contingente de tropas menor al suyo,
en torno a la mitad, con hombres de vestimentas, estaturas y armamentos
demasiado diversos como para recordarlos todos. Abundaban las
vestimentas de pieles o de telas de colores oscuros, pardos. Armados con
hachas y mazas, sus espadas apenas podían recibir ése nombre, pues eran cortas
y anchas, fabricadas con un metal probablemente deficiente. Eran bárbaros al
fin y al cabo, jamás podían llegar a concebir una tecnología similar a la del
Reino, ni en sueños. Eran salvajes, sucios y brutos.
No parecían mellados por el cansancio de la larga marcha,
no estaban inquietos, muchos bromeaban los unos con los otros, se oían risas e
incluso cantos en una lengua que era incapaz de comprender.
Los bárbaros poseían arcos bastante potentes,
probablemente con mayor alcance al suyo y eso le preocupaba. No sería una preocupación por mucho tiempo, si ésos arcos se
mostraban mejores que los propios, en pocos meses todos los arcos del ejército
real habrían sido substituidos y mejorados, el Reino sabía que sólo con lo
mejor podía alcanzar una gloria imperecedera.
Aquél día los lideraba el Príncipe heredero, Yalbre,
único hijo varón del anciano Rey Mirfas, gallardo guerrero y gran estratega. Él
había escogido el lugar donde presentarían batalla. Por medio de escuadras de
hostigamiento había redirigido a los bárbaros hacia allí, se había asegurado de
que no tuvieran descanso en toda la
noche y había hecho preparar el campo de batalla marcando los alcances máximos
de los arcos y preparando trampas en la parcela de tierra que se extendía al
otro lado del río, incluso había acertado en lo referente al lugar donde los
bárbaros se pararían para prepararse para el ataque.
En cuanto los bárbaros cargaran, habrían firmado su
sentencia de muerte, Arcel había oído la noche anterior que la caballería
auxiliar estaría dispuesta entre los árboles en la orilla de los bárbaros y les
cerraría la retirada.
Arcel se imaginaba la gloria de la victoria, rápida y sin
esfuerzo. A los novatos que sobrevivían a su primera batalla les daban una
ración extra de comida y había preferido ignorar los consejos que los soldados
veteranos prodigaban la noche anterior, avisándoles de que estos bárbaros no eran
tan bárbaros y que probablemente sabían perfectamente lo que el Príncipe Yalbre
pretendía. Decían que esos “bárbaros” eran del pueblo del bosque de las
montañas, los más duros oponentes a los que el Reino se había enfrentado. Divididos
en clanes dispersos y enfrentados, solo se unían cuando algo que realmente lo
valiera los obligaba… es más, repetían constantemente que el montañés medio era
mucho más habilidoso e inteligente que el súbito más apto del reino.
Pero eran la mitad, estaban rodeados y una infinidad de
trampas se alzaban ante ellos. Habían sido atrapados y no había nada que hacer,
además, tenían entre las tropas del Rey a un grupo de magos expertos en la
batalla.
Esos magos daban escalofríos, todos los magos daban
escalofríos. Todos tenían esa aura siniestra y pálida, casi rozando la lividez,
y los ancianos decían que olían a muerte. Pero por desagradables que fueran,
los magos eran poderosas fuerzas de destrucción y era sabido que entre los montañeses
no se apreciaba la magia. Valoraban el acero y la valentía, considerando la magia
como herramienta de cobardes. Irónicamente, en los antiguos mitos eran los montañeses
el pueblo cuyos magos ostentaban los mayores rangos de habilidad y poder.
El Príncipe Yalbre se adelantó con su portaestandarte y
cruzó el vado en dirección a los bárbaros. De entre estos se adelantó un hombre
entrado en años, fornido y armado con un gran martillo de un reluciente metal
que era incapaz de identificar, parecía profusamente decorado, pero desde la
distancia apenas distinguía nada.
La imagen del bárbaro, cubierto de barro y polvo, vestido
con pieles de animales salvajes, con una cota de malla oscura que le llegaba
hasta las rodillas, justo hasta donde terminaban esas botas también de pieles
contrastaba con la brillante armadura del príncipe, esmaltada en blanco y
ribeteada en oro, con la espada ensangrentada, emblema de la familia, en el
pecho.
El bárbaro avanzaba a pie y el príncipe en un poderoso
semental de guerra, negro como el carbón y cubierto con una armadura igualmente
negra que destacaba al compararla a la armadura del príncipe, ayudando a que ésta
fuera aún más deslumbrante.
Intercambiaron varias palabras pero no parecieron llegar
a un acuerdo, el Príncipe Yalbre se dio la vuelta, con el rostro airado, y
volvió hacia la tropa. El bárbaro, en cambio, parecía feliz y se rió de buena
gana antes de volver con los suyos.
El Príncipe vociferó algunas órdenes y todo el ejército
se dispuso para el combate, Arcel clavo
varias flechas ante sí para facilitarse
la recarga del arco. Como mandaba la tradición, el ejército real se mantuvo en
completo silencio, ni un grito, ni una arenga, ni una risa, ni un gemido…
estaban por encima de eso. El ejército del Rey era una única y poderosa mole de
acero incapaz de sentir dolor, miedo o alegría. El soldado real nunca se dejaba
llevar por sus pasiones o por el furor, avanzaba y mataba metódicamente
siguiendo las órdenes de sus oficiales.
En frente, los montañeses empezaron a cantar al unísono
“a sus Dioses” según el susurro un veterano que estaba al lado de Arcel. Les
miró despreciativo mientras golpeaban con sus armas, desordenadamente, al suelo,
a los arcos o a los escudos, creando una cacofonía estridente y molesta pero
que no conseguía causar terror o nerviosismo alguno, salvo a los veteranos.
Arcel miró al Príncipe Yalbre esperando la señal, también
parecía inquieto, pero Arcel lo achacó a la tensión del inminente inicio de la
batalla. Los arqueros montañeses lanzaron varias andanadas contra
las arboledas que les rodeaban, habrían parecido disparos un tanto aleatorios si
no hubieran oído una gran cantidad de relinchos agónicos de los caballos que se
escondían ahí.
“Ya empiezan” susurró de nuevo el veterano.
En el flanco derecho de las tropas reales se alzó un
griterío y embistieron contra sus compañeros justo cuando entre la tropa montañesa
sonaron varios cuernos que llamaban a combate. Los montañeses avanzaban en dos
grupos: el grande esquivando todas las trampas y dirigiéndose al río, el
pequeño dispersándose hacia las arboledas.
“Traición”
Los gritos provenían de la derecha, los mercenarios
apostados ahí estaban presionando hacia
el centro, matando a los desprevenidos guerreros del rey. El Príncipe parecía
desorientado y no daba órdenes, algunos soldados del rey lanzaron sus escudos y
empezaron a correr, otros, los soldados de los duques, obedeciendo las órdenes
de estos retrocedieron y formaron una línea propia pivotando para aguantar las
embestidas de los traidores y de los que llegaran a través del río.
Arcel no entendía nada, al igual que los novatos de entre
los arqueros y los infantes. Los veteranos, en cambio, se dejaron llevar por el
instinto y la costumbre. Rompieron las filas iniciales creando sus propios
contingentes, compactos y combativos. Los novatos, viéndose solos y dispersos,
abandonados a su suerte, no reaccionaron a tiempo cuando los montañeses
cruzaron el río sin una sola baja, sin un solo herido por las flechas de unos
soldados que aún las tenían preparadas en los arcos.
Tanto los veteranos como las tropas ducales habían
actuado con rapidez, minimizando los efectos de la sorpresa sobre sus ánimos y
sacrificando sin pestañear a los compañeros que habían recibido la carga de los
mercenarios traidores y que iban cayendo rápidamente mientras intentaban
contener, sin éxito alguno, la presión que recibían por el flanco.
Los montañeses acabaron de cruzar el río y Arcel miraba
aún al Príncipe, esperando órdenes, sin comprender lo que sucedía. Cayeron
sobre ellos y los barrieron. Arcel reaccionó al fín, fue de los pocos que no
corrieron, se quedó y luchó. No sabía por qué lo hacía, pero prefirió que fuera
así, mejor morir con honor que con una herida en la espalda.
El Príncipe seguía sin reaccionar y su guardia personal
lo iba moviendo en dirección a Arcel, si el grupo de Arcel y los otros novatos
resistentes mantenían su posición el tiempo suficiente, el Príncipe podría
retirarse del campo de batalla cubierto por los veteranos. Era difícil que
llegara a pasar, los montañeses eran combatientes formidables, aún siendo
inferiores en número, sus guerreros contaban por dos o tres de los soldados del
Rey. Arcel golpeaba con todas sus fuerzas y con toda su habilidad y solo conseguía
retroceder y sobrevivir. Frente a él un montañés alto, con una larguísima
cabellera rubia rizada ornada con algunas trenzas y unos ojos azules combatía
con un martillo a dos manos similar al del viejo que se había adelantado apenas
minutos antes.
El golpe que Arcel recibió en el pecho lo dejó sin
aliento y tuvo que poner una rodilla en el suelo para evitar caer, mirando
hacia arriba vio que el montañés rubio no era tal, era una montañesa. Iba a
morir a manos de una mujer, bufó, frustrado.
A su alrededor el entrechocar del acero, la carne
cortada, la tela rasgada y el crujido del hueso era como una música que
cuadraba con la canción constante de los montañeses en combate. Se le erizó la
piel, ni siquiera sintió el golpe que acabó con él.
Bonita carnicería si señor XD
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