miércoles, 6 de junio de 2012

Interludios: Rabia



No tenía previsto poner nada hoy, pero me ha pegado el venazo y aquí tenéis, está cargado de detalles que quizás hagan su lectura un poco compleja si se pretende alcanzar el sentido que he querido darle al texto. Y también soy consciente de que al poner esto os estoy condicionando a buscar esos detalles :P

Buena suerte

***

-         

-          Imbécil.

-          Algo se me tenía que pegar de ti, preciosa. –sentenció con una sonrisa feroz y una mirada para nada amable.

Le cruzó la cara de un guantazo, pero eso a él le alivió. Por primera vez en mucho tiempo tenía la sartén por el mango, ella le necesitaba a él y no al revés. En realidad, nunca la había necesitado, ahora se daba cuenta de ello, pero había necesitado avanzar de nuevo por su camino durante un tiempo para verlo.

Una extraña paz fue la que le otorgó el picor que sentía en la mejilla y la sonrisa feroz fue convirtiéndose en una sonrisa liberada. A través del fuego y del infierno, como le gustaba referirse a las desventuras que lo habían asolado durante los últimos años mientras avanzaba con un ritmo fluctuante en la senda de la iluminación y que en buena medida ella había provocado.

Ambos eran aprendices del mismo maestro, ambos dominaban las mismas esferas, pero mientras que ella tenía una facilidad casi pasmosa para la esfera de Mente, él había destacado siempre en Materia y Fuerzas. Por un tiempo, su maestro vio como se complementaban casi a la perfección, desarrollando un intenso aprendizaje pero con una elevada tendencia a entrar en conflicto con buena parte de lo que les rodeaba. Tendencia que terminó provocando la renuncia de su maestro, un estricto erudito de la Casa Bonisagus, que los envió directamente, y con referencias, a las garras de un maestro de la Casa Tytalus.

Si la Casa Bonisagus era la epítome de la teoría y la erudición escolásticas, la Casa Tytalus era la epítome del conflicto. Vivían por y para él, lo consideraban la única vía a través de la cual se podían obtener verdaderos conocimientos y muchos de sus maestros lo interpretaban con un salvajismo enfermizo.

Fueron tiempos duros, muy duros. El entrenamiento ya no consistía en aprender innumerables listas de hechizos con detalles esmerados y un perfeccionismo puntilloso. Ya no tenían un día a día completa y absolutamente predecible. Ahora, su maestro, les despertaba cada día a una hora distinta pateándoles en las costillas y los enviaba a misiones muy por encima de su capacidad sin tolerar jamás el fracaso. Como magos, ambos se convirtieron en rocas capaces de resistir todas las condiciones adversas y toda la presión que se les presentara, pero él no era un auténtico Tytalus. Era perseverante, sí, hasta la saciedad, y resistente como una montaña, adaptándose a todas las dificultades que se interpusieran en su camino. Pero era manso, el conflicto no era su vía y el maestro Tytalus lo vió. Ella era la auténtica Tytalus.

Tras un tiempo, él fue nuevamente expulsado de una Casa de la Orden de Hermes y, acto seguido,  de la propia orden para vagar durante dos años, sin maestros y sin saber qué hacer. La tecnocracia siempre estaba al acecho y necesitaba cuidar bien sus espaldas, sin dejar rastro alguno. Se acostumbró a la vida nómada, prosiguiendo sus estudios individualmente y utilizando cualquier cosa que  fuera útil para su intento de comprensión del universo.

Ella volvía a aparecer de vez en cuando, perturbando su mundo y consiguiendo que se ganara nuevos enemigos, no podía negarle nunca su ayuda.

“Camino de la perdición” se decía, cuando ella volvía a desaparecer, y seguía su senda con ojos cansados. Tardó mucho tiempo en conseguir librarse de su influencia. Fue necesario que su paciencia se colmara, algo harto difícil.

Ya hacía semanas que notaba la sensación de que algo iba mal. Mas arisco e irritable, ya había alzado varias veces la voz, aunque nunca llegando a gritar, y la situación se habría alargado por más tiempo si no hubiera vuelto justo en ese momento.

“¡Si está aquí mi huérfano preferido!” había dicho, entonces, para saludarlo.

Nunca había llevado bien la expulsión de la Orden. Había sido su sueño, no el de ella. Él había impulsado su entrada, animándola cuando ella estaba deprimida (algo realmente frecuente en aquella primera época). Él había sido su sostén y su fuerza, pero ella se la había terminado robando, como un Súcubo que roba la vida de sus víctimas. No la había odiado por aquello, por haber sido abandonado como un perro ni por haberlo convertido en motivo de burla, ni siquiera por haberle robado su sueño. Él seguía adelante como siempre, duro como la raíz de un árbol viejo y firmemente asentado, mientras rememoraba siempre dos versos que adoraba del archiconocido poeta Gustavo Adolfo Bécquer “Tu eres el huracán y yo la alta torre que desafía tu poder”.

Pero odiaba profundamente su condición de huérfano, con toda su alma. Era un odio acérrimo que embargaba la misma esencia de su ser y ella lo sabía.

“Huérfano” había dicho.

Y entonces todas las iras y frustraciones acumuladas durante años de manipulaciones y vejaciones habían explotado, sin previo aviso. Agolpadas contra las puertas que su paciencia habían mantenido cerradas, todas aquellas sensaciones brotaron de golpe en un simple y sencillo “Basta”.

Y entonces el nuevo comienzo.

“Basta” Frío, duro como el acero, sin un gesto que suavizara la rudeza de su voz. La rabia le había ganado por primera vez y ella se había quedado paralizada por la sorpresa durante unos pocos segundos.

Esos segundos supusieron para él una profunda satisfacción, anheló dañarla con las palabras al igual que ella siempre lo hacía, quería abrir en su alma heridas permanentes tan profundas y dolorosas que su sangrado fuera constante. Heridas sobre las que echar sal, escupir y pisotear. No se reconoció a sí mismo y se amargó.

Inmediatamente pugnó consigo mismo para controlarse: por un lado, su parte irracional reclamando la sangre de su víctima a la que acababa de descubrir vulnerable; por el otro lado, su parte racional que le empujaba y amonestaba sin parar pues su actitud se alejaba de aquello que quería llegar a ser.

Cerró los ojos, respirando profundamente y dominándose rápidamente, aunque no completamente. Su rostro tenso, su mirada ligeramente entrecerrada, sus puños prietos y sus dientes serrados se encararon hacia ella; quien, por su lado, se había recuperado de la sorpresa inicial y volvía a sonreír, vivaracha, y a parlotear sin parar.

Observó que aquél parloteo insulso era vacuo, repetitivo y con un componente que se repetía constantemente “yo”. Ella siempre tenía la razón, aunque estuviera diciendo disparates, pues él transigía para no discutir enconadamente hasta llegar a un callejón sin salida en el que ninguno de los dos cedería en su postura. Ella siempre tenía lo mejor y sus opciones eran las correctas. Era como una niña pequeña con demasiado poder.

Él tenía problemas para relacionarse con otra gente, era cierto, pero ella se enfrentaba a ellos, necesitando siempre un enemigo contra el que lanzar sus iras. Pero aquél día, el “huérfano” estaba harto de transigir. ¿Qué ella necesitaba un enemigo? Muy bien, él se lo daría y ella se arrepentiría.

Silencioso, pero no estúpido, él escuchaba siempre, y miraba, conocía sus puntos débiles mucho mejor que ella y ése fue su objetivo prioritario.

No recordaba que le dijo exactamente, pero no tuvo piedad ni cuartel. No se precipitó, no gritó, todo seguía un brillante y calculado plan, como si hubiera estado pensando en ello desde hacía años.

La vio llorar y le gustó, sintió poder y, sobretodo, sintió que volvía a ser dueño de sí mismo. Se presentó ante él una decisión que marcaría su existencia en adelante: Podía convertirse en aquello o volver a su autocontrol  que rayaba lo obsesivo.

Paladeó la crueldad, pero optó por la coherencia. Irónicamente, ella había tomado por nombre “Pandora” y él comprendía ahora el significado y la importancia real del nombre que todo mago.

-         

-          Imbécil.

-          Algo se me tenía que pegar de ti, preciosa.

Miró en su interior y buscó el modelo que deseaba seguir. Recordó las lecciones de su anciano maestro Bonisagus y luego rememoró todos los pasos que le habían llevado hasta ahí. Decidió que su nombre debía ser “Antístenes”

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